San Pancho, Nayarit: Caballitos fallidos, sobornos, y boliche con neumaticos

Febrero 17, 2014 – Febrero 25, 2014

San Francisco, Nayarit ($3,490) (115km)

Un camino con suficientes curvas para mantenerse atento, un carril en cada dirección, y arboles imponentes junto con otra vegetación casi cierran el espacio por encima de la carretera. Ese era el camino al Sur de San Blas, en la Riviera Nayarit en la costa del Pacifico de México.

Ya nos encontrábamos en territorio de cocos, y beber agua de coco era lo nuevo para Tom, Dominic y para mí. Nos detuvimos en Rincón de Guayabitos, un pequeño, pero lujoso pueblo en la playa, solo por agua de coco. Descansando en una esquina había una carreta blanca de madera, con llantas de bicicleta en ambos lados, y manijas en la parte de atrás para poder empujar la carreta, llevaba un paraguas grande para proteger del intenso sol, y dos o tres machetes que la persona encargada utilizaba para abrir cocos y piñas. De manera instintiva, imaginé que la persona encargada del puesto de cocos sería un hombre bronceado por la dosis diaria de exposición solar, con bigote y barba, macheteando los cocos. Para mi grata sorpresa, el distribuidor de cocos era una guapa mujer de tez blanca, quien me hizo suspirar en admiración por la manera habilidosa en que manipulaba el machete y partía los cocos. Cabe mencionar que la mujer no llevaba ni bigote ni barba.

Más al sur en la Riviera Nayarit, nos detuvimos en el acogedor pueblo de San Francisco, conocido con afecto por los lugareños como San Pancho. No solo era un pueblo en la playa, sino que también era un sitio popular por el surf. Un pueblo más para el viajero mochilero que el turista de lujo. Desde comida Italiana hasta la cocina típica de México, había pequeños y sencillos restaurantes en ambos lados de la avenida principal que lleva hasta la playa, donde uno encuentra a personas descansando en hamacas disfrutando de la brisa fresca, mientras que otros toman el sol o corren por la playa, y otros tantos surfeando las olas. La escena estaba llena de paz, y de manera inmediata, supimos que queríamos quedarnos en ese lugar algunos días.

Photo: Tommynuffsaid

Partimos a buscar alojamiento y exploramos las colonias que había sobre las colinas del pueblo. Llegando a la cima de una calle inclinada, Dominic intento hacer un “caballito” con su motocicleta, pero aceleró demasiado, perdiendo el control y desapareció de mi campo visual más allá de la colina. Solo escuche el fuerte chillido de metal derrapando con el asfalto. Cuando llegue a la escena, Dominic ya se ponía de pie y su motocicleta yacía en el suelo a unos 15 metros de él. Afortunadamente, ni Dominic ni su motocicleta sufrieron lesión alguna. Sin embargo, su arpón, entre su moto y una alforja, se había quebrado por la mitad.

Un lugareño que se encontraba podando el césped en su propiedad, me ayudó a levantar la moto de Dominic mientras este se recuperaba. El joven ayudante resultó ser un Canadiense quien había llegado hace años, compró una pequeña propiedad, y trabajaba en la tienda de surf del pueblo. Había descubierto lo necesario para ser feliz, vivía en un pueblo tranquilo y hacia lo que le apasionaba, que era el surf. Lo volveríamos a ver cuándo visitáramos la tienda donde trabajaba.

Con un arpón quebrado, pero el espíritu intacto, Dominic, Tom, y yo fuimos de vuelta a la playa en busca de Jesús. El Canadiense nos platicó acerca de Jesús y mencionó que él podría ayudarnos. Resulta que Jesús es un lugareño propietario de un espacio en la playa grande y cercado para acampar, con regaderas, baños, palmeras, y, si, ¡cocos! Instalamos el campamento y lo dejamos ahí sin preocupación alguna durante el tiempo que nos hospedamos en San Pancho.

Durante nuestra estancia, hicimos un recorrido corto hacia Punta Mita atraídos por el buen surf que ofrece el lugar. Tristemente, grandes hoteles y resorts habían cerrado el acceso de la calle a la playa, haciendo el único acceso a través del hotel mismo. Seguimos conduciendo en busca de una entrada alterna y, eventualmente, la encontramos, pero había que caminar a través de arbustos y árboles por un camino de tierra que se había creado por el pisoteo de tantos otros surfistas. Es interesante el hecho que yo haya a travesado todo eso, ¡dado que ni siquiera soy bueno en el surf! No obstante, debo admitir que disfruto estar en el agua, ocasionalmente siendo revolcado por una ola o dos, y aun con menos frecuencia surfear una de ellas.

En el camino de vuelta a San Pancho, mi llanta trasera decidió que ya había vivido suficiente y se reventó. Me orillé para inspeccionarla y descubrí que se había desgastado tanto que ¡llegó hasta la cámara! Ocasionalmente había revisado la llanta y su desgaste con un simple vistazo y siempre había estado bien para continuar. Indagué un poco más y descubrí que había balanceado de manera inapropiada la llanta cuando incluí un seguro para el rin, causando un mayor desgaste de un lado de la llanta. A lado del camino, tirando mis manos al aire con cada camioneta que pasaba, finalmente se detuvo alguien y acepto llevarnos a mi moto y a mi devuelta a San Pancho a cambio de compensación para gasolina.

La siguiente mañana contacté una tienda de motocicletas en Puerto Vallarta, la siguiente ciudad al sur, y lo mejor que podían hacer era conseguir un repuesto desde otra parte del país lo que tomaría unos días en llegar. Estábamos en un lindo pueblo en la playa, no llevábamos prisa, y tampoco tenía otra opción, así que accedí al trato. Pasamos los siguientes días acampando, bebiendo agua de coco, surfeando y escogiendo un restaurante distinto cada noche para cenar, pero de manera curiosa, escuchábamos las mismas bandas de música tocar en todos los lugares. Parecía que cada banda tocaba en uno de los restaurantes y al día siguiente se pasaba al restaurante vecino. Una de las noches, escuche a una violinista tocar frente a una multitud a las afueras de un café, era muy bonita, y su música encantadora en combinación con la noche estrellada y el sonido de las olas en la playa, crearon una dulce experiencia.

Cuando fui notificado que el pedido había llegado a la tienda de motocicletas, los tres partimos hacia Puerto Vallarta en dos motocicletas. Una vez en la ciudad, conseguí un par de retrovisores, ya que los míos se encontraban en pedazos en algún sitio de Baja California, y también adquirí pesas para balancear la llanta y que el incidente no se vuelva a repetir.

Photo: Hobomoto

 

Existen muchas motocicletas en México, en su mayoría son motores pequeños, utilizados para entrega, distribución, y para transitar la ciudad con mayor facilidad. Nuestras motocicletas, de tamaño medio, eran notablemente más grandes que la motocicleta cotidiana y, por ello, resaltaban entre el tráfico. Además, las placas del extranjero no ayudaban mucho. Por lo tanto, no me sorprendió tanto cuando un oficial de tránsito nos detuvo sin razón aparente, quizá esperaba que solo habláramos inglés, nos pusiéramos nerviosos, y le diéramos lo que pidiera. El oficial estaba visiblemente sorprendido cuando le pregunté, con un español natural, el motivo por el cual nos había detenido. Titubeó y dijo que nuestras motocicletas eran “muy ruidosas.” Procedió a decir que retendría nuestras licencias de conducir y podríamos pasar por ellas a la oficina una vez que pagáramos la multa, pero como era viernes, tendríamos que esperar hasta el día lunes, ya que la oficina estaría cerrada el fin de semana. Tom le había entregado un licencia de conducir internacional que adquirió con su aseguradora de vehículos, y dejo su licencia oficial en su bolsillo. Dominic solo tenía su licencia oficial y ahora se encontraba en las manos del oficial, así que nos vimos obligados a seguir el juego del señor. Fui al grano y le pregunté “¿Cuánto?” Esta vez sin titubear, el oficial contestó, “Lo que tú creas que es bueno.” Pésima respuesta, si iba a aceptar un soborno, al menos debió hacerlo bien, me lo dejó a mí y yo le dí el billete de menor denominación que pude encontrar. Dominic saco algunos billetes de su bolsillo, escogí uno de $50 pesos (menos de $5 dlls) y se lo dí al oficial. Él se burló, soltó una risa sarcástica, sacudió su cabeza, como si lo estuviese ofendiendo, pero aun así tomo el billete y se marchó.

De vuelta en San Pancho, terminamos de instalar la llanta y balancear la rueda, y estábamos listos para partir al siguiente día. Definitivamente nos quedamos más tiempo del que anticipábamos, un total de 9 días, lo que creo que es el mayor tiempo que nos quedamos en un solo sitio durante este viaje. Es curioso pensar que 9 días es más o menos lo que uno puede conseguir de vacaciones del trabajo y, sin embargo, para nosotros solo fue una extensa parada de pits. Eran buenos tiempos.

Photo: Hobomoto

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